Nadine Heredia
Los días aquí son rígidos y solitarios. Una rutina autoimpuesta me ayuda a estar y continuar ocupada en la habitación en la que estoy la mayor parte del día. Seis meses después de que ingresé puedo decir que mi ambiente, aunque pequeño, se ha convertido, en medio de la adversidad, en un espacio cálido.
Las pocas visitas que recibo, familiares y amigos, a menudo me traen lecturas que son compañía de horas y días que refrescan mi mente y me mantienen al corriente de lo que viene aconteciendo. No estoy exenta de posiciones políticas, ni de reacciones ante el panorama presente, así que aplaco la desazón e impotencia frente a los momentos turbulentos que vive nuestro país, con literatura que me transporta a otras latitudes y tiempos, a otros personajes, a la ficción que entretiene por ser distante, mientras ansío la rectificación del cauce.
Mis hijas, que me regalan el ánimo que a ellas también les falta por momentos, tuvieron la genial idea de hacerme escuchar canciones que me gustan cuando les hablo por teléfono. Para nosotras, la música tiene esa fuerza de evocar recuerdos que solo con ella existen. Mi hija menor me hizo un cancionero a mano que alimenta en cada visita y la mayor, una canción hermosa que se escucha, en su voz, aún más bella y potente. Son fuertes y sensibles, tienen esa mezcla que les permite reconocer las situaciones de injusticia y desigualdad mientras permanecen vigilantes con entereza y agradecidas con lo verdaderamente importante.
Me sorprende mi pequeño que a sus 7 años soporta este embate con gran aplomo y mucha fe. Me alegra con sus anécdotas y entusiasmo por el futbol. Un día es Gallesse o Guerrero, otro Farfán o Cueva. Vive su selección nacional e intensamente su primer mundial.
Pienso en las decenas de mujeres que he visto llegar a este penal, hundidas en el dolor, la desesperación y la angustia de no comprender por qué la sola sospecha de haber cometido un delito, las separó siempre de sus familias automáticamente. Los nuevos ingresos llegan siempre a la celda de al lado para ser evaluadas, clasificadas y esperar su derivación a un pabellón.
Mientras tanto, ese primer choque con la prisión, provoca reacciones diversas, llantos, desmayos, gritos de cólera e impotencia; algunas veces también la frescura e indolencia de las reincidentes.
El Papa Francisco tiene siempre palabras referidas a problemas que afectan nuestras vidas y sobre todo a la de los más vulnerables. La cárcel es uno de esos lugares donde su voz resuena al encontrar una realidad que impacta. Aquí es, probablemente, donde mejor se comprende su mensaje a favor de los “descartados de la sociedad” a los que se refiere con frecuencia. Se entiende con mayor intensidad su invocación a cuidar la familia y a preservar el derecho de los hijos a vivir al lado de sus padres. Aquí es donde mejor se comprende que la paz nace de la justicia.
A menudo llegan al penal, mujeres que cometieron errores u otras que delinquieron flagrantemente; pero con mayor frecuencia, ingresan mujeres inocentes que por su condición de pobreza no pueden conseguir un abogado que pruebe su inocencia.
Madres con hijos pequeños, apenas de meses, embarazadas o madres solteras, que tuvieron que ser separadas de sus hijos, ingresan a esta zona de prevención, sin esperanza. Aquellas que la sociedad del descarte expulsó y encerró son las que más sufren. Me pregunto si es justicia la que encierra para investigar y deja hijos en el desamparo.
Lo veo a diario en la desesperación de mujeres que son traídas de otras regiones, alejadas de su familia; lo escucho en el llanto de quienes se vieron involucradas, muchas veces sin saberlo, en supuestos delitos y que son consignadas aquí sin acusación y menos sin una sentencia, a cumplir penas que los verdaderos responsables no tendrán.
Y entonces, una se pregunta si es necesario, por ejemplo, enviar a una mujer con embarazo avanzado a una prisión donde no hay médico, por una sospecha de peligro ¿Acaso la ley no prevé otras medidas?
Lo mismo pasa con madres de hijos pequeños, varias madres solteras, cuyos hijos terminan entrando a un albergue cortando súbitamente los lazos, mientras que ellas pasan años sin condena legal, sin haberse practicado las pruebas en su contra o sin poder apelar las resoluciones por falta de defensa.
Los abogados defienden y resaltan la importancia fundamental de la adecuada motivación de las resoluciones judiciales, señalan que no deben ser genéricas, ni invocar un peligro abstracto, también están de acuerdo en que la prisión preventiva es una medida excepcional y extrema.
Siendo así, yo solo la entiendo en aquellos casos en que se ha verificado que no existe ninguna otra alternativa que permita que el investigado siga respondiendo (y por cierto, defendiéndose) dentro del proceso.
La frecuencia de mujeres que ingresan desde diferentes zonas del país a este penal, por la sospecha de la comisión de un delito, da cuenta de la aplicación indiscriminada y hasta mecánica de la prisión preventiva. Dudo mucho que no existan medidas menos gravosas y a la vez eficientes. La prisión no solo conlleva la pérdida de la libertad sino que se enfrenta al derecho ciudadano a la presunción de inocencia e incluso vulnera el interés superior del niño.
La presunción de inocencia, como derecho fundamental, se convierte por la aplicación de esta gravísima medida cautelar en una presunción de culpabilidad sin mayores requisitos.
Para hacer el parangón más amplio, imaginen a un padre de familia que recurre a una asociación bajo la promesa de un terreno para su familia a cambio del pago de cuotas mensuales. Con la ilusión de un hogar, traslada a su esposa y a sus hijos pequeños desde un pueblo del interior del país, sin saber que ese terreno le pertenece al Estado. Cuando el terreno es intervenido capturan a su esposa y la separan de sus hijos por formar parte de una organización criminal, su vinculación es figurar en la relación de socios (beneficiarios) de la Asociación.
Hablemos de otro caso, otra madre, incluso abuela, que en su pueblo natal cocina para quien le compre. Es acusada de terrorista porque le vendió alimentos a un “compañero”. Es desarraigada de su tierra, de su familia e hijos por vender alimentos, una actividad que realizaba para subsistir. Me pregunto, en cualquiera de estos casos, si la prisión preventiva es indispensable y absolutamente necesaria.
¿Por qué la prisión de estas personas tiene que anteceder a las pruebas que debieran ser las que verdaderamente sostengan la culpabilidad y la pena? ¿Por qué las personas tienen que saldar con su prisión la ineficiencia del Estado para “garantizar el proceso”?
En muchos casos invocar la garantía del proceso o evitar el “riesgo de fuga” parece ser la lógica absurda que termina imponiéndose a derechos como la libertad y la presunción de inocencia, constitucionalmente amparados. La facilidad con la que se acoge la prisión preventiva, frente a medidas menos restrictivas, termina convirtiendo lo incierto, lo ambiguo, lo dudoso, lo hipotético y discutible, en una pena anticipada.
Me disculparán los que celebran estas medidas por “ejemplificadoras” pero creo que se puede actuar de otra manera, sin extralimitarse, respetando derechos constitucionales, aplicando medidas alternativas, sin arbitrariedad y dotando al Estado de mejor capacidad de control, para que no recaiga su responsabilidad en el ciudadano a quien se termina trasladando, con la privación de la libertad, la carga absoluta del riesgo que todo proceso implica.
La mediatización y politización de las investigaciones también son un problema serio. El derecho a un proceso justo, sin la sanción mediática que acompaña a menudo a estos casos y que enerva los indicios a nivel de prueba irrefutable, lastima intensamente la ocurrencia de un proceso objetivo.
Que quien delinquió debe tener condena, derivada de un proceso en igualdad de armas procesales, como los abogados bien señalan, eso no está en duda; pero ante el llanto desesperado de quien no tiene ni libertad, ni familia, una se pregunta si no hay otra forma de que sea “más justa la justicia”.
18 de enero del 2017
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