Esos estúpidos intelectuales
Jorge
Majfud
Una vez un estudiante me preguntó: “Si
América Latina ha tenido siempre tantos buenos escritores, ¿por qué es tan
pobre”? La respuesta es múltiple. Primero habría que problematizar algo que
parece obvio: ¿de qué hablamos cuando hablamos de pobreza? ¿De qué hablamos
cuando hablamos de éxito? Estoy seguro que el concepto asumido en ambos es el
mismo que entiende el Pato Donald y su tío: como observó Ariel Dorfman, para
los personajes de Disney sólo hay dos posibles formas de éxito: el dinero y
la fama.
Los personajes de
Disney no trabajan ni aman: conquistan —si son machos— o seducen —si son
hembras. Razón por la cual nunca encontramos allí obreros ni padres ni madres
ni más amor que seducción. Lo que nos recuerda que nuestra cultura del
consumo estimula el deseo y castiga el placer. Y lo que me recuerda,
especialmente, lo que me dijera un viejo budista en Nepal, hace ya muchos
años: “ustedes los occidentales nunca podrán ser felices; porque la cultura
del deseo sólo conduce a la insatisfacción”. Si aún vive aquel sabio sin zapatos,
seguramente hoy se estará tirando de las barbas al ver cómo esa cultura del
deseo comienza a vencer en la India hindú.
Ahora, por otro
lado, a la pregunta original tenemos que responder con una pregunta retórica:
“Bueno, ¿y cuándo en América Latina las estructuras de poder, los gobiernos y
las empresas privadas que dirigieron la suerte de millones de personas, le
hicieron algún caso a los intelectuales?”. Sí, en el siglo XIX hubo
presidentes intelectuales, cuando no militares. En la siguiente centuria
escasearon los primeros y abundaron los segundos. Aunque pienso que sería
mejor escuchar un poco a alguien que ha dedicado su vida al estudio en lugar
de tantas opiniones sobre política, economía y cultura de futbolistas y
estrellas de la farándula, no creo que los intelectuales deberían tener una
voz gravitante en la sociedad —como en algún momento pudieron tenerla
Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, por ejemplo— y menos en las decisiones
de su destino. Sólo son otra voz, poco escuchada, pero otra voz. Quizás no
peor que la voz de una gran parte de los políticos profesionales que,
atrapados en su mismo “espíritu de partido”, deformados por la práctica de la
defensa de posiciones comprometidas, de intereses estratégicos, de pasiones
personales y electorales, están paradójicamente negados al ejercicio del
ideal de cualquier “estadista”, o “educador”.
En el siglo XX los
intelectuales fueron sistemáticamente ninguneados o expulsados por las
estructuras de poder. Tal vez este tipo de marginaciones sea saludable para
ambos. No lo es, creo, cuando la marginación es política y social. Observaba
el Nobel argentino César Milstein, que cuando los militares en Argentina
tomaron el poder civil en los ‘60 decretaron que nuestros países se
arreglarían apenas expulsaran a todos los intelectuales que molestaban por
aquellas latitudes. Brillante idea que llevaron a la práctica, para que
tiempo después no hubiese tantos preguntando por ahí por qué fracasamos como
países y como sociedades. En Brasil, el educador Paulo Freire fue expulsado
por ignorante, según los golpistas del momento. Por citar sólo dos ejemplos
autóctonos.
Pero este desdén
que surge de un poder instalado en las instituciones sociales y del frecuente
complejo de inferioridad de sus actores, no es propio sólo de países
“subdesarrollados”. Poco tiempo atrás, cuando le preguntaron a la esposa del
presidente de Estados Unidos cómo había conocido a su marido, confesó: de una
forma muy extraña. Ella trabajaba en una biblioteca. Lo conoció allí, por
milagro, porque su esposo no visita ese tipo de recintos. Paradojas de un
país que fue fundado por intelectuales.
Tampoco en Estados
Unidos escuchan a sus intelectuales aunque, paradójicamente, ha sido este
país, en casi toda su historia, el refugio de disidentes, casi siempre de
izquierdas, como Albert Einstein, Érico Veríssimo, Edward Wadie Said o Ariel
Dorfman —por citar a los más moderados. Quizás por esa misma razón: porque no
son escuchados, a no ser por otros intelectuales. Es más, siempre son los
intelectuales, los escritores o los artistas críticos quienes encabezan las
listas de los diez estúpidos más estúpidos del país. Entre los preferidos de
estas listas han estado siempre críticos como Noam Chomsky y Susan Sontag.
Las universidades
son respetadas al mismo tiempo que sus profesores son burlados en los canales
de radio y televisión como estúpidos izquierdistas porque se atreven a opinar
de política, área que parece reservada a los talk shows. Esta actitud
recuerda a la crítica del teólogo peruano Gustavo Gutiérrez a su propia
iglesia: “la no intervención en materia política vale para ciertos actos que
comprometen la autoridad eclesiástica, pero no para otros. Es decir que ese
principio no es aplicado cuando se trata de mantener el statu quo, pero es
esgrimido cuando, por ejemplo, un movimiento de apostolado laico o un grupo
sacerdotal toma una actitud considerada subversiva frente al orden
establecido”. (Teología de la liberación, 1973).
Algo semejante
podemos ver en la realidad universitaria de hoy en casi todo el mundo. Si se
asume que la academia universitaria debe responder a un determinado interés
político, religioso o ideológico, o a un determinado “proyecto” de sociedad,
estamos anulando su principal fundamento. Incluso si advertimos que los
académicos tienen una tendencia A o B no podríamos nunca legislar para
cambiar esa tendencia —en teoría, producto de la misma libertad intelectual—
con la excusa de buscar un “equilibrio”. Un “equilibrio” que siempre es
planteado por el poder político cuando advierte que está representado por una
minoría en algún sector de la sociedad. Por ejemplo, en Estados Unidos se ha
propuesto muchas veces una ley para “equilibrar” el desproporcionado número
de profesores liberales, es decir, de “izquierdistas” —tendencia que se
repite en la mayoría de las universidades de Occidente. (En algún momento
podríamos pensar que la idea de promover semejante equilibrio, aunque no sea
un resultado espontáneo, es excelente: las universidades con más empresarios
conservadores y las grandes compañías que controlan los países con más
intelectuales de izquierda…)
Los intelectuales
son estúpidos, y quienes hacen estas listas, ¿quiénes son? Los mismos de
siempre: orgullosos hombres y mujeres con “sentido común”, como si esta
falsificación del realismo no estuviera cargada de fantasías y de ideologías
al servicio del poder del momento. “Sentido común” tenían los hombres y
mujeres del pueblo que afirmaban que la Tierra era plana como una mesa; un
hombre de “sentido común” fue Calvino, quien mandó quemar vivo a Miguel de
Servet cuando se cansó de discutir por correspondencia con su adversario, sobre
algunas ideas teológicas. Hombres de “sentido común” fueron aquellos que
obligaron a Galileo Galilei a retractarse y cerrar su estúpida boca, o
aquellos otros que se burlaban de las pretensiones de un carpintero llamado
Jesús de Nazaret —asesinado por razones políticas y no religiosas.
Un personaje de la
novela Incidente em Antares, de Érico Veríssimo, reflexionaba: “Durante a era
hitlerista os humanistas alemães emigraram. Os tecnocratas ficaram com as
mãos e as patas livres”. Y más adelante: “Quando o presidente Truman e os
generais do Pentágono se reuniram, no maior sigilo, para decidir si lançavam
ou não a primeira bomba atômica sobre uma cidade japonesa aberta… imaginas
que eles convidaram para essa reunião algum humanista, artista, cientista, escritor
ou sacerdote?”.
Otro brasileño,
Paulo Freire, nos recordó: “existe, en cierto momento de la experiencia
existencial de los oprimidos una atracción irresistible por el opresor. Por
sus patrones de vida” (Pedagogía del oprimido, 1971). Aunque provista de una
incipiente y precoz consciencia historicista, la monja rebelde, la mexicana
sor Juana Inés de la Cruz ya había advertido otro factor ahistórico que
completa la respuesta: “no puede estar sin púas que la puncen quién está en
lo alto […] Cualquiera eminencia, ya sea de dignidad, ya sea de nobleza, ya
de riqueza, ya de hermosura, ya de ciencia padece esta pensión; pero la que
con más rigor la experimenta es la del entendimiento: lo primero porque es el
más indefenso, pues la riqueza y el poder castigan a quien se les atreve; y
el entendimiento no, pues mientras es mayor, es más modesto y sufrido, y se
defiende menos” (Respuesta a sor Filotea, 1691).
Estas últimas
observaciones nos llevan a recordar —no debería ser necesario, pero nunca se
debe subestimar la ignorancia del poder— que la división no radica en
intelectuales y obreros, entre “cultos” e “incultos”, sino entre aquellos que
respetan y defienden la cultura y el pensamiento y aquellos otros que la
atacan o la ningunean. Ejemplos hay de sobra de doctores que, llegados al
poder, liquidaron las universidades y la educación del pueblo mientras otros
líderes sin educación formal pero con una conciencia más sensible la
defendieron a ultranza —tal vez porque reconocieron en ella el camino más
sólido de liberación de la pobreza y de la opresión social que divorcia
brillantes discursos con las opacas realidades que promueven.
En nuestro tiempo
y en los tiempos por venir, la misión del intelectual ya no será aquella
escolástica mala costumbre de desplegar una erudición sin resultados
concretos sino, por el contrario, la de poder realizar diferentes síntesis
conceptuales, refinar y expurgar del mar de datos, ideas y divagaciones que
la futura sociedad producirá, las ideas fundamentales, los pensamientos generatrices,
los peligros del entusiasmo, de la propaganda y de las narraciones
ideológicas; como un médico que busca detrás de los síntomas los desórdenes
funcionales. Esta tarea será como ha sido siempre crítica. Como toda
verdadera crítica, deberá apuntar al menos contra dos factores: el poder y la
autocomplacencia.
El primero —ya lo
supo Descartes—, porque todo pensamiento antes de producirse como tal debe
romper primero las cadenas invisibles que lo aprisionan con ideas
prefabricadas, “políticamente correctas”, “moralistas”, al servicio de un
determinado interés de clase, de género, de raza, etc. La segunda, porque la
autocomplacencia es, en cierta forma, una consecuencia de la opresión del
poder que reproduce el mismo oprimido para evitar el segundo paso que,
tradicionalmente, han estado en deuda los intelectuales: la creación.
Creación de caminos, de proyectos sociales y culturales, de una nueva forma
de ser que tanto reclamaron Juan Bautista Alberdi, José Martí y José E. Rodó.
Tal vez este déficit se haya debido a que la tarea es gigantesca para una
simple elite intelectual o porque, especialmente en América Latina, la
necesaria crítica, que nunca ha sido suficiente, ha absorbido todas sus
energías. Pero el desafío sigue en pié y esperando.
Los intelectuales
seguirán siendo una elite, como a su manera son una elite los electricistas y
los calculistas. La virtud será que estas elites dejen de representarse y ser
vistas en un orden vertical y comiencen a conformar una unidad más armónica y
orgánica al servicio de las sociedades y no de algunas elites entronadas en
el poder social. Me dirán que los intelectuales se han equivocado feo a lo
largo de la historia; y tendré que darles la razón. Pero también se equivocan
los electricistas, los médicos y los calculistas. Con la diferencia que, si
bien cualquiera de estos errores pueden tener consecuencias trágicas en la
sociedad, el trabajo del intelectual, por su naturaleza creativa sobre lo
desconocido, sobre la nada, es mucho más difícil que la tarea del calculista,
por ejemplo —y lo digo por experiencia personal: calcular la estructura de un
edificio en altura implica una gran responsabilidad, pero su proceso no
involucra, normalmente, ninguna duda fundamental.
Ernesto Che
Guevara escribió en El socialismo y el hombre: “Los revolucionarios
carecemos, muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual
necesarios para encarar la tarea del desarrollo de un hombre nuevo por
métodos distintos a los convencionales; y los métodos convencionales sufren
la influencia de la sociedad que los creó”.
Yo no sería tan
extremista: tampoco los intelectuales tienen la fórmula de la creación de ese
“hombre nuevo”, reclamado por Europa en el siglo XIX. Pero sin duda podrán
ser agentes estimulantes en su creación o en su desarrollo —si no se los
aplasta antes, con la persecución o el ninguneo; si ellos mismos no se
precipitan antes, desde esas inútiles alturas que suelen escalar,
enceguecidos por sus propios —por nuestros propios egos.
Majfud (2006)
http://latinoamericaexuberante.org/8880-11/
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martes, 8 de agosto de 2017
OPINIONES 08/08/2017
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