martes, 8 de agosto de 2017

OPINIONES 08/08/2017

  

Esos estúpidos intelectuales


Jorge Majfud


 Una vez un estudiante me preguntó: “Si América Latina ha tenido siempre tantos buenos escritores, ¿por qué es tan pobre”? La respuesta es múltiple. Primero habría que problematizar algo que parece obvio: ¿de qué hablamos cuando hablamos de pobreza? ¿De qué hablamos cuando hablamos de éxito? Estoy seguro que el concepto asumido en ambos es el mismo que entiende el Pato Donald y su tío: como observó Ariel Dorfman, para los personajes de Disney sólo hay dos posibles formas de éxito: el dinero y la fama.

Los personajes de Disney no trabajan ni aman: conquistan —si son machos— o seducen —si son hembras. Razón por la cual nunca encontramos allí obreros ni padres ni madres ni más amor que seducción. Lo que nos recuerda que nuestra cultura del consumo estimula el deseo y castiga el placer. Y lo que me recuerda, especialmente, lo que me dijera un viejo budista en Nepal, hace ya muchos años: “ustedes los occidentales nunca podrán ser felices; porque la cultura del deseo sólo conduce a la insatisfacción”. Si aún vive aquel sabio sin zapatos, seguramente hoy se estará tirando de las barbas al ver cómo esa cultura del deseo comienza a vencer en la India hindú.

Ahora, por otro lado, a la pregunta original tenemos que responder con una pregunta retórica: “Bueno, ¿y cuándo en América Latina las estructuras de poder, los gobiernos y las empresas privadas que dirigieron la suerte de millones de personas, le hicieron algún caso a los intelectuales?”. Sí, en el siglo XIX hubo presidentes intelectuales, cuando no militares. En la siguiente centuria escasearon los primeros y abundaron los segundos. Aunque pienso que sería mejor escuchar un poco a alguien que ha dedicado su vida al estudio en lugar de tantas opiniones sobre política, economía y cultura de futbolistas y estrellas de la farándula, no creo que los intelectuales deberían tener una voz gravitante en la sociedad —como en algún momento pudieron tenerla Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, por ejemplo— y menos en las decisiones de su destino. Sólo son otra voz, poco escuchada, pero otra voz. Quizás no peor que la voz de una gran parte de los políticos profesionales que, atrapados en su mismo “espíritu de partido”, deformados por la práctica de la defensa de posiciones comprometidas, de intereses estratégicos, de pasiones personales y electorales, están paradójicamente negados al ejercicio del ideal de cualquier “estadista”, o “educador”.

En el siglo XX los intelectuales fueron sistemáticamente ninguneados o expulsados por las estructuras de poder. Tal vez este tipo de marginaciones sea saludable para ambos. No lo es, creo, cuando la marginación es política y social. Observaba el Nobel argentino César Milstein, que cuando los militares en Argentina tomaron el poder civil en los ‘60 decretaron que nuestros países se arreglarían apenas expulsaran a todos los intelectuales que molestaban por aquellas latitudes. Brillante idea que llevaron a la práctica, para que tiempo después no hubiese tantos preguntando por ahí por qué fracasamos como países y como sociedades. En Brasil, el educador Paulo Freire fue expulsado por ignorante, según los golpistas del momento. Por citar sólo dos ejemplos autóctonos.



Pero este desdén que surge de un poder instalado en las instituciones sociales y del frecuente complejo de inferioridad de sus actores, no es propio sólo de países “subdesarrollados”. Poco tiempo atrás, cuando le preguntaron a la esposa del presidente de Estados Unidos cómo había conocido a su marido, confesó: de una forma muy extraña. Ella trabajaba en una biblioteca. Lo conoció allí, por milagro, porque su esposo no visita ese tipo de recintos. Paradojas de un país que fue fundado por intelectuales.

Tampoco en Estados Unidos escuchan a sus intelectuales aunque, paradójicamente, ha sido este país, en casi toda su historia, el refugio de disidentes, casi siempre de izquierdas, como Albert Einstein, Érico Veríssimo, Edward Wadie Said o Ariel Dorfman —por citar a los más moderados. Quizás por esa misma razón: porque no son escuchados, a no ser por otros intelectuales. Es más, siempre son los intelectuales, los escritores o los artistas críticos quienes encabezan las listas de los diez estúpidos más estúpidos del país. Entre los preferidos de estas listas han estado siempre críticos como Noam Chomsky y Susan Sontag.

Las universidades son respetadas al mismo tiempo que sus profesores son burlados en los canales de radio y televisión como estúpidos izquierdistas porque se atreven a opinar de política, área que parece reservada a los talk shows. Esta actitud recuerda a la crítica del teólogo peruano Gustavo Gutiérrez a su propia iglesia: “la no intervención en materia política vale para ciertos actos que comprometen la autoridad eclesiástica, pero no para otros. Es decir que ese principio no es aplicado cuando se trata de mantener el statu quo, pero es esgrimido cuando, por ejemplo, un movimiento de apostolado laico o un grupo sacerdotal toma una actitud considerada subversiva frente al orden establecido”. (Teología de la liberación, 1973).

Algo semejante podemos ver en la realidad universitaria de hoy en casi todo el mundo. Si se asume que la academia universitaria debe responder a un determinado interés político, religioso o ideológico, o a un determinado “proyecto” de sociedad, estamos anulando su principal fundamento. Incluso si advertimos que los académicos tienen una tendencia A o B no podríamos nunca legislar para cambiar esa tendencia —en teoría, producto de la misma libertad intelectual— con la excusa de buscar un “equilibrio”. Un “equilibrio” que siempre es planteado por el poder político cuando advierte que está representado por una minoría en algún sector de la sociedad. Por ejemplo, en Estados Unidos se ha propuesto muchas veces una ley para “equilibrar” el desproporcionado número de profesores liberales, es decir, de “izquierdistas” —tendencia que se repite en la mayoría de las universidades de Occidente. (En algún momento podríamos pensar que la idea de promover semejante equilibrio, aunque no sea un resultado espontáneo, es excelente: las universidades con más empresarios conservadores y las grandes compañías que controlan los países con más intelectuales de izquierda…)



Los intelectuales son estúpidos, y quienes hacen estas listas, ¿quiénes son? Los mismos de siempre: orgullosos hombres y mujeres con “sentido común”, como si esta falsificación del realismo no estuviera cargada de fantasías y de ideologías al servicio del poder del momento. “Sentido común” tenían los hombres y mujeres del pueblo que afirmaban que la Tierra era plana como una mesa; un hombre de “sentido común” fue Calvino, quien mandó quemar vivo a Miguel de Servet cuando se cansó de discutir por correspondencia con su adversario, sobre algunas ideas teológicas. Hombres de “sentido común” fueron aquellos que obligaron a Galileo Galilei a retractarse y cerrar su estúpida boca, o aquellos otros que se burlaban de las pretensiones de un carpintero llamado Jesús de Nazaret —asesinado por razones políticas y no religiosas.

Un personaje de la novela Incidente em Antares, de Érico Veríssimo, reflexionaba: “Durante a era hitlerista os humanistas alemães emigraram. Os tecnocratas ficaram com as mãos e as patas livres”. Y más adelante: “Quando o presidente Truman e os generais do Pentágono se reuniram, no maior sigilo, para decidir si lançavam ou não a primeira bomba atômica sobre uma cidade japonesa aberta… imaginas que eles convidaram para essa reunião algum humanista, artista, cientista, escritor ou sacerdote?”.

Otro brasileño, Paulo Freire, nos recordó: “existe, en cierto momento de la experiencia existencial de los oprimidos una atracción irresistible por el opresor. Por sus patrones de vida” (Pedagogía del oprimido, 1971). Aunque provista de una incipiente y precoz consciencia historicista, la monja rebelde, la mexicana sor Juana Inés de la Cruz ya había advertido otro factor ahistórico que completa la respuesta: “no puede estar sin púas que la puncen quién está en lo alto […] Cualquiera eminencia, ya sea de dignidad, ya sea de nobleza, ya de riqueza, ya de hermosura, ya de ciencia padece esta pensión; pero la que con más rigor la experimenta es la del entendimiento: lo primero porque es el más indefenso, pues la riqueza y el poder castigan a quien se les atreve; y el entendimiento no, pues mientras es mayor, es más modesto y sufrido, y se defiende menos” (Respuesta a sor Filotea, 1691).

Estas últimas observaciones nos llevan a recordar —no debería ser necesario, pero nunca se debe subestimar la ignorancia del poder— que la división no radica en intelectuales y obreros, entre “cultos” e “incultos”, sino entre aquellos que respetan y defienden la cultura y el pensamiento y aquellos otros que la atacan o la ningunean. Ejemplos hay de sobra de doctores que, llegados al poder, liquidaron las universidades y la educación del pueblo mientras otros líderes sin educación formal pero con una conciencia más sensible la defendieron a ultranza —tal vez porque reconocieron en ella el camino más sólido de liberación de la pobreza y de la opresión social que divorcia brillantes discursos con las opacas realidades que promueven.

En nuestro tiempo y en los tiempos por venir, la misión del intelectual ya no será aquella escolástica mala costumbre de desplegar una erudición sin resultados concretos sino, por el contrario, la de poder realizar diferentes síntesis conceptuales, refinar y expurgar del mar de datos, ideas y divagaciones que la futura sociedad producirá, las ideas fundamentales, los pensamientos generatrices, los peligros del entusiasmo, de la propaganda y de las narraciones ideológicas; como un médico que busca detrás de los síntomas los desórdenes funcionales. Esta tarea será como ha sido siempre crítica. Como toda verdadera crítica, deberá apuntar al menos contra dos factores: el poder y la autocomplacencia.

El primero —ya lo supo Descartes—, porque todo pensamiento antes de producirse como tal debe romper primero las cadenas invisibles que lo aprisionan con ideas prefabricadas, “políticamente correctas”, “moralistas”, al servicio de un determinado interés de clase, de género, de raza, etc. La segunda, porque la autocomplacencia es, en cierta forma, una consecuencia de la opresión del poder que reproduce el mismo oprimido para evitar el segundo paso que, tradicionalmente, han estado en deuda los intelectuales: la creación. Creación de caminos, de proyectos sociales y culturales, de una nueva forma de ser que tanto reclamaron Juan Bautista Alberdi, José Martí y José E. Rodó. Tal vez este déficit se haya debido a que la tarea es gigantesca para una simple elite intelectual o porque, especialmente en América Latina, la necesaria crítica, que nunca ha sido suficiente, ha absorbido todas sus energías. Pero el desafío sigue en pié y esperando.

Los intelectuales seguirán siendo una elite, como a su manera son una elite los electricistas y los calculistas. La virtud será que estas elites dejen de representarse y ser vistas en un orden vertical y comiencen a conformar una unidad más armónica y orgánica al servicio de las sociedades y no de algunas elites entronadas en el poder social. Me dirán que los intelectuales se han equivocado feo a lo largo de la historia; y tendré que darles la razón. Pero también se equivocan los electricistas, los médicos y los calculistas. Con la diferencia que, si bien cualquiera de estos errores pueden tener consecuencias trágicas en la sociedad, el trabajo del intelectual, por su naturaleza creativa sobre lo desconocido, sobre la nada, es mucho más difícil que la tarea del calculista, por ejemplo —y lo digo por experiencia personal: calcular la estructura de un edificio en altura implica una gran responsabilidad, pero su proceso no involucra, normalmente, ninguna duda fundamental.

Ernesto Che Guevara escribió en El socialismo y el hombre: “Los revolucionarios carecemos, muchas veces, de los conocimientos y la audacia intelectual necesarios para encarar la tarea del desarrollo de un hombre nuevo por métodos distintos a los convencionales; y los métodos convencionales sufren la influencia de la sociedad que los creó”.

Yo no sería tan extremista: tampoco los intelectuales tienen la fórmula de la creación de ese “hombre nuevo”, reclamado por Europa en el siglo XIX. Pero sin duda podrán ser agentes estimulantes en su creación o en su desarrollo —si no se los aplasta antes, con la persecución o el ninguneo; si ellos mismos no se precipitan antes, desde esas inútiles alturas que suelen escalar, enceguecidos por sus propios —por nuestros propios egos.

Majfud (2006)

http://latinoamericaexuberante.org/8880-11/


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