Las diferencias psicológicas entre los seres humanos son más abundantes aún que las diferencias físicas. Son menos visibles pero más profundas. Podríamos decir que la variedad entre unos y otros es infinita. Que no hay dos personas que tengan una percepción totalmente coincidente sobre el mundo que las rodea. Ese hecho que debiera servir para enriquecernos y asombrarnos suele ser motivo de disputas y desavenencias, cuando no de enfrentamientos que generan situaciones de las que es difícil retornar. Hay diferencias entre culturas y hay diferencias al interior de una misma cultura. Recuerdo que en 1962 desembarqué en Monrovia, capital de Liberia, África, con sólo 22 años, y el impacto fue tan fuerte como si hubiese cambiado de planeta o hubiese penetrado, a través de una insólita máquina del tiempo, en otra dimensión. Por no sé qué extraña influencia de mi educación no hice ninguno de los tantos, peligrosos y prejuiciosos juicios de valor que se suelen hacer en esa circunstancia. Observaba todo con la misma admiración con la que uno puede observar el sol de medianoche en Noruega o un rito de Umbanda en Brasil. Todo está lejos y todo está cerca y el no tener referencias que permitan comparaciones, hace que tu mente se abra a lo nuevo e inicie un proceso de asimilación que hace de esa apertura un camino hacia otros descubrimientos. De algún modo muchas neuronas habituadas a la rutina que inevitablemente impone cada cultura, comenzaron a jugar un rol activo e innovador que antes nadie le requería. Era como descubrir otro ser al interior de ti mismo: un humano diferente. A partir de esa apertura casi traumática vinieron otras experiencias y, ¡oh curiosidad! siempre hubo y habrá espacio para un nuevo asombro. Hago esta reflexión ligada a mi experiencia personal pues el grado de intolerancia para con quienes son distintos (y todos de alguna manera lo son) es un arma ponzoñosa en un mundo que se achica cuando aún no hemos aprendido a convivir con nuestro vecino. De niño me parecía insólito que en mi propio barrio hubiese gente que consumía margarina en lugar de mantequilla o azúcar rubia en lugar de azúcar blanca. Hechos nimios e insignificantes en los que mis padres no veían transgresión alguna, pero que para mí hacían que esa gente no fuera “Commeilfaut” es decir como debe ser según lo relataba Tolstoi en un libro inolvidable llamado “Infancia, Adolescencia y Juventud”. La tentación de la intolerancia se agitaba permanentemente en mi infancia rosarina. Pensé, pasado el tiempo, que dicha intolerancia era un fenómeno de la edad. Y en mí no ha vuelto. O sí, pero en forma de intolerancia activa contra la intolerancia. Y así como ayer no comprendía a los que actuaban de manera diferente a la mía, hoy debo hacer un esfuerzo para comprender los inmensos temores ocultos que hacen que gran parte de la población tenga comportamientos irracionales y agresivos para quienes perturban su visión del mundo. Dice Edgard Morin “Que mientras más visible es la diversidad humana, más invisible aparece su unidad. Esta no es evidente a los espíritus habituados a dividir, separar, catalogar, compartimentar”. Y nos entrega Morin el concepto de “Unidad Múltiple”. La nueva educación en un mundo donde los medios de comunicación suelen convertirse en difusores de una cultura del enfrentamiento, debe estar orientada a alertarnos y vacunarnos contra el veneno mediático y por sobre todo orientarnos a ver en la diversidad una posibilidad única y fascinante de crecimiento individual y colectivo. Los miedos a vencer son ciclópeos, pero vale la pena. Diario Uno 02/10/2016 |
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domingo, 2 de octubre de 2016
El valor de las diferencias - Guillermo Giacosa
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